Campo y playa

Clifden (Connemara)

Hoy ha sido un día más agitado de lo que parecía iba a ser, y no por los kilómetros recorridos, que no han sido muchos.

Hemos empezado visitando Kylemore Abbey, lo que originalmente fue una mansión levantada en un lugar excepcional por un amante esposo para su adorada mujer, dejándose una pasta, pero tras una serie de catastróficas desdichas fue vendida a un magnate petrolífero yankee y hortera que acabó apostándola en una partida de cartas, y por supuesto perdiéndola, para más tarde terminar en manos de unas monjas benedictinas que le dieron uso como colegio de señoritas “bien” durante casi 100 años y ahora de explotación turística masificada, que no termina de convencer.

Por partes, la ubicación es impresionante, ante un lago increíble y en un valle a menudo (hoy, por ejemplo) acosado por la niebla, y la lluvia. La estampa es de novela.


La mansión como tal, promete, pero no pasa de ahí: ni satisface ni defrauda, porque apenas llegas a verla: el hall, el comedor, y un par de salas. Para un inmueble del que decían poder atender a 150 personas (más de 30 dormitorios), no parece mucho enseñar.

El exterior se muestra sin problema: marchas por un lado hacia la capilla que construyó el señor en homenaje a su esposa, cuando ésta murió (merece acercarse a verla, es cierto) y sigues al mausoleo de ambos, pasando por la orilla del lago, y sigues paseando; del otro lado, los jardines victorianos, también visitables. Y allá a su frente Estambul...


Pero todo ello bajo una lluvia casi constante, y con demasiada gente, sobre todo desde cierta hora en que, se nota, empiezan a llegar autobuses, y menudo horror. Con tanto recorrido rural me había acostumbrado a cierta paz, y el cambio ha resultado un poco desquiciante.

De allí nos hemos acercado al Parque Nacional de Connemara, y nos hemos alejado. Esperábamos un Ordesa, pero es otra cosa. Más que una gran reserva natural, parece más bien un parque grande. No creo que sea el área de más valor de la zona; de hecho, lo que recorrimos ayer de camino a Clifden lo era mucho más. Esto es una zona cerrada donde hay marcados senderos propuestos de diversas distancias. Pero el área no es tan grande.

De todas formas, con la que caía, tampoco pintábamos mucho, así que tal cual entramos hemos salido. Y entonces hemos ido a explorar. Tocaba buscar el pedazo de Costa más remoto posible, porque además empezaba a verse que sería desde el mar donde empezaría a clarear. Así que nos hemos metido en una pequeña península, hacia Cleggan, y hemos seguido hasta tomar un camino muy estrecho casi hasta un cabo, donde hemos dejado el coche y sin casas ya entre el mar abierto y nosotros, y solo con algunas muy dispersas detrás, hemos hecho un amago de comer (recordatorio: si vas a dejarte la navaja suiza en la habitación, que las latas lleven abrefácil).

 
Y de allí hemos proseguido hacia Omey Island, a la que se puede llegar, si la marea está baja, atravesando la lengua de arena existente, y si está alta, no se puede llegar, simplemente. Nosotros nos hemos lanzado rápido, y, tras un nuevo incidente de Lola con las vacas (esto nos acaba saliendo caro) vuelta pitando no fuéramos a quedarnos encerrados en la isla hasta la siguiente bajamar. Más tarde comprobaríamos que a algún espabiladete sí iba a cazarle la marea...


Y es que en un día como hoy, la playa se convierte en un inmenso campo de juegos  para todo el mundo, y para todos los juegos: gente a caballo, voley, fútbol, dejar el coche atascado en la arena...




Nosotros hemos sacado partido a la playa, al sol brutal que lucía y a la temperatura del agua, que era sorprendentemente cálida. Pero lo hemos hecho por delegación, es decir, autorizando a los niños a bañarse. Pero había que estar muy atento, porque la marea recuperaba terreno a un ritmo que recordaba las mareas de Mont Saint-Michel. Y de hecho el baño ha sido más una larga batida en retirada.



Hemos abandonado la playa para, desde 500 metros más atrás y con una buena pinta en la mano, contemplar con perspectiva cómo ha quedado bajo el mar, devolviendo a la isla tal condición.

Y vuelta a Clifden, a tomar el mismo sol en la terraza de otro pub con otra pinta, hasta la cena, repitiendo sitio y, algunos, hasta plato. Para llegar uno a la cama con la sensación en la piel de que ha pasado la tarde en Chiclana, y no en Connemara. Tranquilos, mañana volverá a llover.

Nos vemos.


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